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martes, 14 de noviembre de 2006

LOS AMANTES

Fue un día de mayo, cuando comenzaba a caer la tarde, poco a poco se fue apoderando de mí una sensación extraña, que me hizo dejar la habitación donde estaba escribiendo mi próxima novela, la cual fue arrastrándome hasta salir de casa y sin conciencia casi comencé a caminar y caminar, sin rumbo fijo. Mi mente estaba turbada y sin conocer el lugar al cual se dirigían mis pasos, sorpresivamente algo impactante ante mis ojos me hizo detener. Allí estaban ellos, de pie frente a mí, juntos, bellos, erguidos, desafiando al mundo todo, extrañamente unidos, a pesar de los años transcurridos. Cuando los demás desaparecieron hacía tiempo ya, ellos continuaron firmes y fuertes, más juntos que nunca, contemplando el atardecer, así como lo hacían todos los días, durante esos años, entrelazados como de costumbre, elevados en un gesto triunfal.

Aquel espectáculo era digno de verse, tras ellos, el horizonte dividía cielo y tierra, ese cielo crepuscular con el sol que se esfumaba lentamente, entre las nubes cada vez más rojizas y para resaltar, debajo, el breve cielo celeste quedaba tímidamente pegado al horizonte.

El contraste de sus figuras bien trabajadas, oscuras y desnudas, completaban el resto del paisaje. Había un silencio total y ese instante único e irrepetible me conmovió hasta provocar que brotaran lágrimas de mis ojos, gastados ya de tanto escribir. Volví a casa, seguí la rutina del día, hasta que a la mañana siguiente, cerca del mediodía, un hombre joven, alto, de piel morena y rostro adusto, golpeó fuertemente sus palmas, dejé mis apuntes y me acerqué hacia la tranquera. Venía a ofrecerme leña a buen precio para encender el hogar, debido al gran frío que reinaba en la zona. Le dije que no necesitaba, y resignado, como al pasar, sin querer me dijo:

-¡Qué lástima, nadie quiso comprar esta leña, si sabía no cortaba a los amantes!.

Algo dentro de mi mente rápidamente me hizo comprender y preguntar con curiosidad ”¿Los amantes?” “Sí”, me repuso, “los amantes, así los llamaban en el pueblo a los árboles que continuaban solos de pie junto al final del viejo sendero del campo de los Carrazco”.

No lo podía creer, tenía que haber escuchado mal, me puse loco y salí corriendo, hasta que agitado llegué al lugar, los amantes no estaban, me acerqué y con tristeza comprobé que el leñador los había hachado por completo, pero por esos milagros de la vida, sus raíces que se veían en la superficie de la tierra seguían entrelazadas y parecían tener mucha fuerza como defendiendo ese amor eterno que nadie jamás podría destruir.

Luisa Lando

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