Una pregunta, tan solo una y el examen estará listo, pero la respuesta no sale de esa cabeza llena de cabellos ensortijados. Los tres últimos días no hizo más que estudiar y ahora su memoria le fallaba. En realidad lo que no funcionaba era su retentiva; recordaba las clases particulares pero no lograba escuchar a la maestra Andrea; solamente la veía con ojos de admiración y gusto. Recorría su cuerpo de arriba abajo, deteniéndose en las partes clave. Así, ¿quién podía estudiar? La culpa no era de sus padres, ellos intentaban desesperadamente comprenderla y ayudarla, pero resultaba evidente que el camino familiar estaba pavimentado de secretos y mentiras.
Se toma el cabello, se rasca la cabeza: nada. En una frase se juega su futuro, la posibilidad de terminar el colegio y acceder a la universidad; además está en juego el futuro económico de sus padres, que no por nada han gastado en colegios particulares y en profesoras, como la maestra Andrea. Todo para su felicidad y su progreso.
–Señorita Alvear, el tiempo ha terminado –dice con seriedad el profesor de álgebra. – Entregue su examen, por favor.
Ella obedece y se conduele de su mala suerte, mezclar el gusto por Andrea con su rendimiento académico, y guardar tan celosamente el secreto acerca de su preferencia sexual, fueron errores terribles y había que pagarlos. No llora ni demuestra su dolor, camina serenamente y sale sin destino fijo. Por una pregunta sin respuesta cambió su vida, y ella lo sabe. Solamente se arrepiente de su falta de atención, de nada más.
Juan Secaira Velástegui.
Ecuador
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