Se llamaban a sí mismos humanos. Se creían superiores. No admitían ser un mero eslabón en un encadenamiento de casualidades a partir de la fluctuación cuántica de la nada. Fantaseaban con Dios, un creador supremo a su imagen y semejanza que regía el destino del Cosmos sin margen para el azar. Tenían el vicio compulsivo de encasillarse, y encastillarse, en grupos antagónicos que con cierta frecuencia se mestizaban y volvían a dividirse. Estaban especialmente orgullosos de su intelecto. Apenas les preocupaba que un meteorito colosal se acercase a su planeta. Confiaban en su inteligencia: lo desviarían con un proyectil atómico. Pero no previnieron su propia necedad, ni los peligros accidentales de su tribalismo irracional, ni los laberínticos vericuetos de los procesos matemáticos no lineales –Teoría del Caos lo habían denominado ellos en un arrebato metafórico más eufemístico que científico–: al programar el artefacto que habían ideado para evitar el brutal impacto del meteorito, se despistaron y mezclaron unidades de dos sistemas de medida de sendas culturas, con tan mala suerte que tanto el punto como el ángulo de colisión no fueron los calculados y el meteorito, en vez de alejarse, se resquebrajó y se precipitó contra la atmósfera, cuya fricción lo desgajó en tres trozos. El primero desmoronó el casquete polar ártico en una miríada de icebers que al derretirse alteraron la salinidad del mar, desquiciaron las corrientes oceánicas, incrementaron la virulencia de los huracanes y provocaron que se fuesen anegando costas y valles. Como efecto de todo ello, se dislocaron los patrones de viento y también el régimen mundial de lluvias. Otro fragmento rajó una falla tectónica y se empotró en el magma terrestre, catalizando un aluvión de seísmos, tsunamis y erupciones volcánicas, las cuales emponzoñaron el aire que inhalaban como combustible los organismos humanos. El tercer pedazo hizo explotar un almacén de bombas atómicas: el calor abrasante y la radiación diezmaron los ecosistemas, humanos incluidos. Una neblina hedionda y perenne tapó el Sol durante años. La cantidad de algas y plantas disminuyó tanto que el descenso en la fotosíntesis global redujo drásticamente el oxígeno disponible en la biosfera, impidiendo que los humanos respirasen con normalidad. Los pocos supervivientes comprendieron al fin que Dios sí juega a los dados: para reírse de los humanos.
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