*** Cómo Publicar Tus Cuentos***

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martes, 15 de enero de 2008

EL PATIO DE MI ABUELO

En esos tiempos no encontraba un placer más grande que ir al patio de la casa de mi abuelo. Yo siempre de niño viví en la ciudad y tuve pocos amigos, pocos chicos con quien jugar en la calle; calles llenas de coches y peligros, peligros que nunca llegué a descubrir de chico pero que mi mamá me recordaba aunque sólo saliera a comprar pan. No existían (aún tampoco) parques o plazas para ir a jugar. El quinto piso donde vivía tenía un balcón pequeñito lleno de plantas comunes y ordinarias, ése era el único lugar, digamos, algo verde de mi vida; salvo cuando íbamos a ver a mi abuelo, a él en su patio. Cada vez que ocurría, 2 o 3 fines de semanas al mes, cuando mi mamá me mandaba a prepararme y a arreglarme, sentía una felicidad tal que nunca más volví a sentir en mi vida, esa sensación nunca la voy a olvidar, duraba poquito, quizá dos segundos, era como una pulsión, una fuerza que me invadía, que iba subiendo rápidamente por el pecho y descargaba su energía en mi mente dando su último coletazo en forma de sonrisa grande y abierta. Por dos segundos yo me sentía el chico más feliz del mundo. Cuando llegaba a la casa de mi abuelo - después de darme mi caramelo de dulce de leche - salía al fondo a investigar, el patio tenía plantas de todas clases y colores, no estaba cuidado y tenía un aspecto único de selva doméstica, fileteada por un camino de baldosas que iba recorriendo toda su extensión entrando y saliendo de entre las malezas que iban creciendo amigablemente a su alrededor, para mi todo aquello representaba una oportunidad de aventura. Ahí podía correr, saltar, mojarme, subir a los árboles, coleccionar bichos, jugar con mis juguetes; el patio de mi abuelo era mío. Él ni siquiera regaba las plantas, para mi abuelo ese era el trabajo de la lluvia y mío cuando iba a visitarlo. Mi mamá y yo éramos su única familia desde que mi abuela lo abandonó, no se realmente cuándo, cómo, ni por qué, ya que es algo de lo que nunca se habló. Y yo nunca quise preguntar. Mi abuelo me daba todo lo que yo necesitaba: libertad. Después de recorrerme el patio miles de veces y cuando ya era hora del Nesquik con vainillas, mi abuelo me contaba historias durante horas, los dos sentados en esas sillas pequeñitas de madera que utilizan los niños en el jardín de infancia, mi abuelo se acordaba de todo con lujo de detalles y compartía conmigo todas sus anécdotas. A mí, en esa época, me hubiera gustado poder vivir con él en su casa, correr por los fondos, escuchar sus historias todo el día y comer caramelos de dulce de leche. Pero no se cómo ocurrió, que casi sin darme cuenta fui dejando de ir a su casa, quizá sea porque fui creciendo y ya no era tan divertido, quizá mi madre ya no me llevaba y comencé a ir sólo por obligación. No recuerdo cuando el patio dejo de ser mi selva y cuando se transformó en un solar abandonado, no recuerdo cuando mi abuelo dejó de esperarme con el caramelo de dulce de leche ni cuando sus historias comenzaron a ser repetitivas. Hoy, ni mi abuelo ni su patio están, ni siquiera se fabrican ya los caramelos de dulce de leche. Yo ahora vivo en un chalet a las afueras de la ciudad con un hermoso y amplio parque, lo riego, lo cuido y lo disfruto y hasta alguna vez, me subo al árbol para limpiar la casita del pájaro. Pero, aunque seguí buscándolo toda mi vida, nunca más volví a sentir esa pulsión, esa felicidad de dos segundos que me subía por el cuerpo y me hacía sentir la persona más feliz del mundo.

Gustavo Rey
(argentino en Madrid - España)

1 comentario:

Massimo dijo...

Mi buen cuento, una forma de repasar vivencias que con el tiempo desaparecen y luego vuelven pero en forma de deseo por aquello que ya no está.