*** Cómo Publicar Tus Cuentos***

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sábado, 23 de febrero de 2008

DÍAS FAMILIARES

Otra vez la misma secuencia de hechos violentos sin ningún sentido. Esta vez la televisión presenta escenas de crónica roja, acompañadas de un discurso tanto o más cruel que las imágenes; la comida permanece fría y la casa, extraña y molestosamente, se encuentra repleta de intrusos, de seres que solamente llegan cuando la mano viene bien. Como ahora que es fin de mes y los “amorosos” se acuerdan de que tienen amigos y familia.
Yo llego un poco borracho, solamente unas cervezas en el bar, unas canciones de los Beatles, un acorde por aquí, una conversación por allá. Saludar con los amigos, con el barman, con la chica que sirve de mesa en mesa, siempre con una sonrisa. Nunca me he atrevido a hablar con ella, mi timidez se desvanece con el alcohol, pero cuando ha desaparecido se presenta la borrachera, con lo cual el remedio es peor que la enfermedad; y finalmente no puedo hablar con la hermosa joven.
Después, la larga caminata desde El Ejido hasta la casa, con la esperanza, cada vez más débil, de encontrar una porción ya no de afecto simplemente de comprensión: que la mujer pregunte por lo menos cómo me fue; que los dos jovenzuelos corran a abrazarme, con frases como papi, o algo parecido.
No es que necesite esa porción sentimental en mi cuerpo, pero tampoco tanta indiferencia, que quema y desgasta. Nunca soñé con eso, en realidad nunca soñé con nada, y ahora me veo en el espejo del baño y el ruido de las carcajadas en la pequeña sala me enferma, entra por mis oídos y sale como humo por mis orejas.
Salgo y, con voz fuerte, protestó, manoteo, escupo, muerdo y pataleo. En minutos el silencio cubre la habitación; los invitados se han ido, alguno me ha dejado un recuerdito en el cuerpo. Los jovenzuelos, que al menos en teoría son mis hijos, ni siquiera se han percatado del incidente; la mujer me reclama mientras me echa agua fría.
–Te juro que no, solo han sido un par de cervezas – le digo, y no sé por donde escapar.
Inmóvil, tragándome los dos centímetros de dignidad que me quedan, le pregunto:
–¿No tienes algo de comer?
Esta vez no puedo esquivar el golpe, que duele también por lo repetido de la situación. Mañana mismo le armo conversación a la mesera; recuerdo que al día siguiente es domingo y no abren el bar. Me lamento de mi mala suerte encerrado en el baño, con la sensación de que he llegado al límite y no hay regreso posible (“reflexiones de tragos que se perderán en la aburrida sobriedad del insoportable domingo que amenaza con aparecer de un momento a otro).

Juan Secaira Velástegui
ECUADOR

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