FÚTBOL
Partido complicado el de ayer, más difícil aún que reunir a los jugadores de mí equipo. Hace diez años resultaba tarea sencilla, hoy cada uno tiene sus trabas: las esposas no les dejan ir, no tienen dinero, están chuchaquis, o deben atender las tareas del hogar, o a sus amantes.
Así, los peores rivales del equipo nacido en el barrio América son las mamás, las mujeres, los hijos, las ocupaciones. Pocos han logrado integrar a su familia en la actividad semanal que nos devuelve a una lejana infancia y nos iguala por lo menos durante dos horas, en las que luchamos por una misma causa sin distingos que no sean las posiciones en la cancha.
En definitiva, hemos ganado, por un gol de diferencia, y con varios lesionados y extenuados; a mí me han pateado en la cadera y, gracias a que el día anterior me desmandé, he tenido que salir de la cancha. Además una vieja lesión no me permite rendir como quisiera. El doctor me ordenó dejar de jugar, claro que no le hice caso y tampoco comenté con mis amigos esa brutal sentencia del galeno, que me la tiró así nomás, sin anestesia, sin considerar que desde los 12 años he jugado todos los fines de semana, y que eso significa para mí algo que él en toda su vida no entendería.
Con todo, conseguimos los tres puntos.
Después preferimos pasar la sed con gaseosa, ya no con cerveza únicamente por falta de presupuesto (otra de las buenas razones por las que las familias no cooperan con el equipo, por el post partido repleto de espuma y humo de tabaco).
Sentados junto al quiosco de comida, presenciamos una descomunal batalla campal entre dos equipos de fútbol. Las patadas en la cara y los puñetazos resonaron y convirtieron a la cancha en un improvisado y sangriento ring. Muy tarde llegaron los guardias de seguridad y desalojaron a los furibundos que se prendieron por una falta leve de un mañoso y conocido, jugador que propinó un puntapié por la espalda a su eventual adversario, un tipo gordo y de edad, pero con una fortaleza, con un as bajo la manga: sus sobrinos e hijos, todos jovencitos, que como en jauría cayeron sobre su presa y sin ninguna pena le metieron una buena paliza.
Eso es lo malo del fútbol: no tener sobrinos ni hijos, y ver las peleas desde lejos.
Cuando llego a la casa, mi madre, querida y bienhechora, me pregunta con su voz cálida: ¿Para qué vas a jugar? ¿Por qué insistes en seguir con eso si estás lesionado?
Yo me acojo al silencio, entro en el baño dispuesto a darme una ducha y pienso en mil respuestas, aunque ninguna me convence ni siquiera a mí mismo.
En definitiva, hemos ganado, por un gol de diferencia, y con varios lesionados y extenuados; a mí me han pateado en la cadera y, gracias a que el día anterior me desmandé, he tenido que salir de la cancha. Además una vieja lesión no me permite rendir como quisiera. El doctor me ordenó dejar de jugar, claro que no le hice caso y tampoco comenté con mis amigos esa brutal sentencia del galeno, que me la tiró así nomás, sin anestesia, sin considerar que desde los 12 años he jugado todos los fines de semana, y que eso significa para mí algo que él en toda su vida no entendería.
Con todo, conseguimos los tres puntos.
Después preferimos pasar la sed con gaseosa, ya no con cerveza únicamente por falta de presupuesto (otra de las buenas razones por las que las familias no cooperan con el equipo, por el post partido repleto de espuma y humo de tabaco).
Sentados junto al quiosco de comida, presenciamos una descomunal batalla campal entre dos equipos de fútbol. Las patadas en la cara y los puñetazos resonaron y convirtieron a la cancha en un improvisado y sangriento ring. Muy tarde llegaron los guardias de seguridad y desalojaron a los furibundos que se prendieron por una falta leve de un mañoso y conocido, jugador que propinó un puntapié por la espalda a su eventual adversario, un tipo gordo y de edad, pero con una fortaleza, con un as bajo la manga: sus sobrinos e hijos, todos jovencitos, que como en jauría cayeron sobre su presa y sin ninguna pena le metieron una buena paliza.
Eso es lo malo del fútbol: no tener sobrinos ni hijos, y ver las peleas desde lejos.
Cuando llego a la casa, mi madre, querida y bienhechora, me pregunta con su voz cálida: ¿Para qué vas a jugar? ¿Por qué insistes en seguir con eso si estás lesionado?
Yo me acojo al silencio, entro en el baño dispuesto a darme una ducha y pienso en mil respuestas, aunque ninguna me convence ni siquiera a mí mismo.
Juan Secaira Velástegui
Ecuador
Ecuador
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