RUIDOS
Eliana me gritaba de lejos, agitaba sus brazos con fuerza, daba saltitos sobre el empedrado. Sus mejillas estaban de un color rojo intenso, su frente brillosa por la transpiración.
Las palabras eran inaudibles. Hubiera querido poder apagar con un botón el ruido ensordecedor de esa avenida, como con el del “mute” de control remoto. El arranque atronador del 60; la sirena histérica de la ambulancia que zigzagueaba debatiéndose entre los autos, camiones y peatones que cruzaban sin respetar semáforos ni sendas peatonales; el caño de escape suelto del infaltable pistero de los viernes a la noche; las hordas de personas que emergían de la escalera del subte, como hormigas espantadas por la inundación del hormiguero; el ansioso de rigor que no entendía, que por más que tocara bocina, la barrera que estaba a unas cuadras no se abriría hasta que pasara el tren; el cieguito (el ciego debe decirse, para no menospreciarlo, vio. Eso siempre me corrige Judith) metiéndole con todo a una vieja guitarra criolla de Antigua Casa Núñez y cantando una irreconocible samba catamarqueña.
—¡Que desgracia! —pensé— Si hay alguna razón por la que me volvería a Diamante mañana mismo para librarme de este bullicio. ¡Sí, señor! —Sentado en el patio de casa, cuando tomaba mate a la tardecita, podía escuchar el ruido de un caracol atravesando el cantero de los malvones. Como sería lo acostumbrado que estaba al silencio, qué si hacía calor y los grillos entonaban su chirrido característico, me resultaba incómodo, molesto, a veces insoportable.
Ahí nomás, cansado de tratar de adivinar que corno me decía Eliana, cruce la calle. Creo que no miré muy bien a mi derecha, sí porque como Cabildo es doble mano, si venía algún auto tenía que ser de mi izquierda. Pero no calculé la posible intervención de la última de las plagas urbanas: las motitos del delivery. Eso sí, escuche mis últimos dos ruidos: el ronquido frenético, tipo mosquito muerto de hambre, de la Vespa de dos tiempos y el golpe de la rueda y el faro de las luces sobre mi retaguardia. Después, fue todo silencio, te diría que hasta se me oscureció más la noche. Alcancé a verla a Eliana de rodillas al lado mío, me hablaba. ¿Querés creer que aunque estaba cerca tampoco pude entender que me decía? Me pareció como si hubiera vuelto a mi casa, allá en el pueblo. Ahora me sentía tranquilo. Cómo en paz.
Argentina
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