OBSERVACIÓN - PARTE 1
Creo que sucedió después de un gran movimiento, la corteza se abrió, hubo fuego, cambiaron los niveles, surgieron tierras. Algo me contaron de eso. Después de tiempos grises, de cenizas que cubrían el cielo, de un silencio opresivo, tétrico, un día ví el sol.
Era maravilloso! Iluminaba todo, me deslumbró, vino la noche, y las estrellas y en mi corazón, temí que no volviera, pero lo hizo, apenas una luz primero, cada vez más clara hasta que se alzó de nuevo.
Me permitió ver lo que me rodeaba, la inmensidad de la tierra, los colores ocres, acerados, calizos…
Pasaron miles de soles, de lunas, las lluvias cayeron lavando, formando cauces; después ví crecer una cosa débil, frágil, que el viento inclinaba de un lado a otro, hasta que con el tiempo, se multiplicaron, crecieron dando nuevo color a las altas tierras que veía.
Son recuerdos vagos ahora, de días de ver el vuelo de grandes aves, de soñar ser libre.
Tiempos pacíficos, eternos.
Una vez, llegó un animal que no conocíamos.
El espíritu del árbol nos había hablado de él, con temor.
- “Dicen que es el más dañino de todos – decía – destruye cuanto puede a su paso y sin temerle a nada”.
Yo dudaba. Conocí grandes animales que hacían ruido al andar, que luchaban entre ellos, pero no hacían daño adrede.
- “Exagera” – Pensaba.
Lo ví y no podía creer que se hablara así de ese animal pequeño, que andaba en dos patas y se comunicaba con voces estridentes, desafinadas. Los observaba con interés. No tenían estilo, ni conducta.
Ni siquiera se parecían a las hormigas. Su andar era desconectado de toda lógica, iban, venían, se cruzaban, pero sin sendero ni meta.
Trajeron herramientas y hollaron en la ladera agujeros demasiado pequeños para dañarla.
- “El árbol exageraba” – Me dije convencida.
Y de pronto, estalló el mundo.
Sentí que me despendía de mi mole madre, que rodaba envuelta en polvo, saltando mis bordes, lastimándome.
Perdí noción de lo que sucedía porque mis moléculas se mueven lentamente, tardo en sentir los cambios.
No se cuantos soles pasaron, perdí la visión por momentos cuando nos amontonaba y empujaban ¡nos movían! Sentía ahora el movimiento que yo había imaginado suave como el volar de mis amigas aves y que no lo era.
Cambió el paisaje, me llevaron donde había muchos de esos animales y ví cosas extrañas.
Yo, habituada a grandes espacios, ví sus nidos amontonados, desparejos.
Evidentemente eran los peores, como había asegurado el espíritu del árbol, estaban todos locos, no tenían patrón para nada, vivían cada uno como podía, nidos chicos, grandes, altos, blancos, con agujeros.
Me horrorizaba el futuro entre ellos.
Que harían conmigo?
Muchos de ellos, a través de días en que apenas veía el sol, mi gran amigo, me arrastraban al lado de otras como yo sobre un lecho pegajoso, que se adhirió a nosotras sin dejar espacio.
Y así, nos dejaron en paz.
Por un tiempo el temor se fue de mí y comencé a observar mi entorno
Clara
Buenos Aires - Argentina
1 comentario:
me gustó este cuento!, mando el mio
El patio de mi abuelo
En esos tiempos no encontraba un placer más grande que ir al patio de la casa de mi abuelo. Yo siempre de niño viví en la ciudad y tuve pocos amigos, pocos chicos con quien jugar en la calle; calles llenas de coches y peligros, peligros que nunca llegué a descubrir de chico pero que mi mamá me recordaba aunque solo saliera a comprar pan. No existían (aún tampoco) parques o plazas para ir a jugar. El quinto piso donde vivía tenía un balcón pequeñito lleno de plantas comunes y ordinarias, ese era el único lugar, digamos, algo verde de mi vida; salvo cuando íbamos a ver a mi abuelo, a él en su patio. Cada vez que ocurría, 2 o 3 fines de semanas al mes, cuando mi mamá me mandaba a prepararme y a arreglarme, sentía una felicidad tal que nunca más volví a sentir en mi vida, esa sensación nunca la voy a olvidar, duraba poquito, quizá dos segundos, era como una pulsión, una fuerza que me invadía, que iba subiendo rápidamente por el pecho y descargaba su energía en mi mente dando su último coletazo en forma de sonrisa grande y abierta. Por dos segundos yo me sentía el chico más feliz del mundo. Cuando llegaba a la casa de mi abuelo -después de darme mi caramelo de dulce de leche- salía al fondo a investigar, el patio tenía plantas de todas clases y colores, no estaba cuidado y tenía un aspecto único de selva doméstica, fileteada por un camino de baldosas que iba recorriendo toda su extensión entrando y saliendo de entre las malezas que iban creciendo amigablemente a su alrededor, para mi todo aquello representaba una oportunidad de aventura. Ahí podía correr, saltar, mojarme, subir a los árboles, coleccionar bichos, jugar con mis juguetes; el patio de mi abuelo era mío. El ni siquiera regaba las plantas, para mi abuelo ese era el trabajo de la lluvia y mío cuando iba a visitarlo. Mi mamá y yo éramos su única familia desde que mi abuela lo abandonó, no se realmente cuándo, cómo ni por qué, ya que es algo de lo que nunca se habló. Y yo nunca quise preguntar. Mi abuelo me daba todo lo que yo necesitaba, libertad. Después de recorrerme el patio miles de veces y cuando ya era hora del Nesquik con vainillas, mi abuelo me contaba historias durante horas, los dos sentados en esas sillas pequeñitas de madera que utilizan los niños en el jardín de infancia, mi abuelo se acordaba de todo con lujo de detalles y compartía conmigo todas sus anécdotas. A mi, en esa época, me hubiera gustado poder vivir con él en su casa, correr por los fondos, escuchar sus historias todo el día y comer caramelos de dulce de leche. Pero no se cómo ocurrió, que casi sin darme cuenta fui dejando de ir a su casa, quizá sea porque fui creciendo y ya no era tan divertido, quizá mi madre ya no me llevaba y comencé a ir solo por obligación. No recuerdo cuando el patio dejo de ser mi selva y cuando se transformó en un solar abandonado, no recuerdo cuando mi abuelo dejó de esperarme con el caramelo de dulce de leche ni cuando sus historias comenzaron a ser repetitivas. Hoy, ni mi abuelo ni su patio están, ni siquiera se fabrican ya los caramelos de dulce de leche. Yo ahora vivo en un chalet a las afueras de la ciudad con un hermoso y amplio parque, lo riego, lo cuido y lo disfruto y hasta alguna vez, me subo al árbol para limpiar la casita del pájaro. Pero, aunque seguí buscándolo toda mi vida, nunca más volví a sentir esa pulsión, esa felicidad de dos segundos que me subía por el cuerpo y me hacía sentir la persona más feliz del mundo.
Gustavo Rey
(argentino en Madrid-España)
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